Esta es una adptación audiovisual del cuento escrito en diciembre de 1994, realizada por la directora cubana Carla Valdés.
leer el cuento completo:
http://palabra.ezln.org.mx/comunicados/1994/1994_12_13.htm
Soy un evadido,
Luego que nací
En mí me encerraron
Pero yo me fui.
Mi alma me busca
Por montes y valles,
Ojalá que nunca
Mi alma me halle.
Fernando Pessoa
Escribo ésta mientras, por un lado, me llegan los informes de nuestros compañeros sobre los preparativos del avance de nuestras unidades y, por el otro, se quema el último montón de cartas sin contestar. Yo les escribo por eso. Siempre me hice el propósito de responder todas y cada una de las cartas que nos llegaron. Me parecía, y me sigue pareciendo, que era lo menos que podía hacer para corresponder a tanta gente que se tomó la molestia de escribir unas líneas y se arriesgó a poner su nombre y dirección esperando respuesta. El reinicio de la guerra es inminente. Debo suspender definitivamente el guardar esas cartas, debo destruirlas porque, en caso de que cayeran en manos del gobierno, pudieran causarle problemas a mucha gente buena y a muy poca gente mala. En fin, ahora las llamas alcanzan buena altura y los colores cambian, a veces, a un azul tornasolado que no deja de sorprender a esta noche de grillos y lejanos relámpagos que se aproximan al frío diciembre, de profecías y cuentas pendientes. Eran muchas, sí. Alcancé a contestar un buen tanto, pero apenas lograba bajar una pila de ellas cuando ya llegaba otro tambache. «Sísifo», me dije. «O el buitre devorando las entrañas de Prometeo» agrega mi otro yo, siempre tan oportuno en su venenoso escepticismo. Debo serles sincero y confesarles que, últimamente, el montón que llegaba habitualmente se iba haciendo más y más pequeño. Inicialmente lo atribuí a los metiches de Gobernación, pero poco a poco me di cuenta de que la gente, aunque sea buena, se cansa… y deja de escribir… y, a veces, deja de luchar…
Sí, ya sé que escribir una carta no es precisamente el asalto al Palacio de Invierno, pero nos hacía, a nosotros, ir tan lejos… Un día estábamos en Tijuana, otro en Mérida, a veces en Michoacán, o en Guerrero, o en Veracruz, o en Guanajuato, o en Chihuahua, o en Nayarit, o en Querétaro, o en el Distrito Federal. Otras veces íbamos más lejos, a Chile, al Paraguay, a España, a Italia, al Japón. Bien, se acabaron esos viajes que nos arrancaban más de una sonrisa y que entibiaron noches de frío desvelo y refrescaron días de cansado calor.
Bien, pero os he dicho que me había propuesto responder a todas las cartas y nosotros, los caballeros andantes, sabemos cumplir las promesas (siempre y cuando no sean de amor), así que he pensado en la bondad que aliviaría mi pesada culpa si todos vosotros aceptarais que os respondiera en un sola y contundente misiva en la que vosotros os vierais a vosotros mismos como los destinatarios particulares de tan irregular correspondencia.
Vale, como corre a mi favor que no podréis protestar o mostraros en desacuerdo (podéis hacerlo pero yo no me enteraré y puesto que correspondencia y etcétera, será inútil), procedo entonces a dar paso a la loca dictadura que se apodera de mi diestra mano cuando de escribir una carta se trata. Y qué mejor para iniciarla que unos versos de Pessoa, que son maldición y profecía, y que dicen, creo, así…
El mirar, que está mirando
Adonde no ve, se vuelve:
Estamos los dos hablando
Lo que no se conservó.
¿Esto se acaba o empieza?
A tantos y tanto del mes tal del inefable año de 1994.
A quien corresponda:
Yo quería decir algunas cosas de lo que ha ocurrido desde enero hasta ahora. La mayoría de vosotros escribisteis dándonos las gracias. Imaginaos la sorpresa nuestra cuando vamos leyendo en vuestra misiva que agradecéis que existamos. Yo, por ejemplo, que lo más cariñoso que he recibido de mis tropas es un gesto de resignación cuando me llego a una de nuestras posiciones, me sorprendo sorprendiéndome, y cuando me sorprendo en la sorpresa pueden ocurrir cosas imprevisibles. Ocurre, por ejemplo, que muerdo demasiado la pipa y le rompo la boquilla. Ocurre, por ejemplo, que no encuentro el maskin para repararla. Ocurre, por ejemplo, que buscando alguna otra pipa encuentro algún dulce y cometo el grave error de hacerlo sonar con ese ruido que sólo tienen los dulces envueltos en celofán y que esa plaga que llaman «niños» puede escuchar a decenas de metros de distancia, a kilómetros si tienen el viento a su favor. Y ocurre, por ejemplo, que cuando le subo el volumen a la grabadorcita para tratar de ahogar el ruidito del celofán con una canción que dice…
El que tenga una canción
tendrá tormenta,
el que tenga compañía,
soledad.El que siga buen camino
tendrá sillas peligrosas
que lo inviten a parar.
Pero vale la canción
buena tormenta,
y la compañía vale soledad,
siempre vale
la agonía de la prisa
aunque se llene de sillas
la verdad.
se aparece en el cuartito (porque todo esto suele pasar, invariablemente, en un cuartito de techo de lámina de cartón o de zacate o de nylon) el Heriberto con cara de ¡te encontré!, yo me hago como que no lo veo y silbo una tonada que silbaban en una película que no me acuerdo cómo se llamaba pero al protagonista le daba muy buenos resultados porque una muchacha, que estaba como para lo que dijo Cejas, se acercaba sonriendo, y yo me doy cuenta de que no es una muchacha sino el tal Heriberto el que se acerca. Junto a él viene la Toñita cargando su olote-muñeca. La Toñita, la del beso renegado porque «mucho pica», la de los dientes picados que cumple cinco y entra en seis, la consentida del Sup. El Heriberto, el chillido más rápido de la selva lacandona, el dibuja patitos anti-sup-marinos, el terror de las hormigas arrieras y el chocolate navideño, el consentido de la Ana María, el castigo que algún rencoroso dios le mandó al Sup por andar de transgresor de la violencia y profesional de la ley. ¿Qué? ¿No era así? Bueno, no os preocupéis…
¡Atentos! ¡Prestad oídos a lo que os refiero! El Heriberto llega entonces y me dice que la Eva está chillando porque quiere ver el caballo cantador y el mayor no la deja por estar viendo El Decamerón de Passolini. Claro que el Heriberto no dice que es El Decamerón, pero yo lo infiero pues el Heriberto dice, textualmente, «El mayor está viendo puras viejas encueradas». Para el Heriberto toda mujer que lleve la falda a la altura de las rodillas o más arriba está «encuerada», y todas las mujeres mayores de los cuatro años que acaba de cumplir la Eva son «viejas». Yo sé que todo se trata de un sucia estratagema del Heriberto para apoderarse del dulce cuyo celofán sonó como sirena del Titanic enmedio de la niebla, y el Heriberto con sus patitos va al rescate, porque no hay nada más triste en este mundo que un dulce sin un niño que lo rescate de su prisión de celofán.
La Toñita descubre, en cambio, un conejito «a-prueba-de-lodo», es decir, negro, y decide sumergirlo en un charco que, a su entender, reúne las características necesarias para una prueba de calidad.
Ante la invasión de que es objeto la «comandancia general del Ezetaelene» yo me hago pato y hago como que estoy muuuuy concentrado en lo que escribo. El Heriberto se da cuenta y dibuja un pato al que titula, en forma irreverente, «El Sup«. Yo me hago el ofendido porque el Heriberto alega que mi nariz es como el pico del pato. La Toñita pone, en una piedra, al conejito enlodado junto al olote y los mira y analiza con mirada crítica. Se me ocurre que el resultado no le satisface porque mueve la cabeza negando con la misma obstinación que cuando me niega un beso. El Heriberto, ante mi indiferencia, parece que se da por vencido y se retira y yo me quedo satisfecho de mi rotundo triunfo cuando me doy cuenta de que el dulce ya no está y entonces recuerdo que, cuando veía el dibujo, el Heriberto hizo un movimiento extraño. ¡Se lo llevó en mis propias narices! Y mirad que con estas narices eso es decir bastante. Yo me deprimo y más cuando me doy cuenta de que Salinas ya está empacando para irse a la «Oemecé» y se me ocurre que fue injusto cuando nos colgó eso de «transgresores». Si conociera al Heriberto se daría cuenta que, comparados con él, nosotros somos más legales que la dirigencia del PRI. Pero bueno, estábamos en que me sorprendía sorprendiéndome al leer en vuestras misivas ese «gracias» que, en veces, iba dirigido a la Ana María, a la Ramona, al Tacho, al Moi, al Mario, a la Laura, o a cualquiera de los hombres y mujeres que se cubren el rostro para mostrarse a otros y se lo descubren para ocultarse de todos.
Yo ensayo mi mejor reverencia para agradecer tanto agradecimiento cuando la Ana María se aparece en el dintel de la puerta con el Heriberto chillando y de la mano y me dice que por qué no le quiero dar dulce al Heriberto. «¿Que no le quiero dar dulce?», digo y miro sorprendido la cara del Heriberto que ha disimulado las huellas del dulce con las lágrimas y mocos que han puesto a la Ana María de su parte. «Sí -dice implacable la Ana María-, el Heriberto dice que él te dio un dibujo a cambio de un dulce, pero que tú no cumpliste el trato». Yo, que me sé víctima de una injusta acusación, pongo cara de ex-presidente del PRI que se prepara a tomar posesión de una poderosa secretaría de Estado y a subir a la tribuna para decir su mejor discurso cuando, sin más, la Ana María toma una bolsa de dulces que a saber de donde salió y se la da, ¡toda!, al Heriberto. «Toma -dice- los zapatistas siempre cumplen su palabra». Se van los dos. Yo me quedo muuuuuy triste porque esos dulces eran para su cumpleaños de la Eva que ya no sé cuántos años cumple porque cuando le pregunté a su mamá cuántos años tenía me dijo que seis. «Pero si el otro día me dijo que estaba entrada en cuatro», le reproché. «Sí, pero cumple cuatro y entra en cinco, o sea que ya está por los seis», me responde contundente la señora y me deja haciendo cuentas con los dedos y dudando de todo el sistema educativo de antaño que clarito enseñaba que 1+1 = 2, 6×8 = 48 y otras cosas igualmente trascendentes pero que, como era evidente, demuestran que en las montañas del sureste mexicano no lo son y que aquí funciona otra lógica matemática.
«Los zapatistas somos muy otros», definió el Monarca alguna vez que me platicaba que, cuando se quedaba sin líquido de frenos, le echaba orines al recipiente para tal efecto. El otro día, por ejemplo, hubo una fiesta de cumpleaños. Se reunió el «grupo juvenil» y organizó una «olimpiada zapatista»: la «maestra de la ceremonia» dijo clarito que seguía la competencia de salto de longitud -que quiere decir «a ver quién salta más alto»- y después siguió el salto de altitud -que quiere decir «a ver quién llega más lejos»-. Yo estaba haciendo otra vez cuentas con los dedos cuando llega el teniente Ricardo y me dice que en la mañana le llevaron mañanitas al festejado. ¿A dónde fue la serenata?, pregunté celebrando ya que todo volviera a la normalidad puesto que era lógico que las mañanitas se cantaran en la mañana. «En el panteón», me contesta Ricardo. «¿El panteón?», dije volviendo a mis cuentas de dedos. «Sí pues, es que es su cumpleaños de un compa que murió en los combates de enero», dice Ricardo ya por irse porque avisaron que sigue la carrera de «arrastres».
«Bueno -me dije a mí mismo-, una fiesta de cumpleaños para un muerto. Perfectamente lógico… en las montañas del sureste mexicano». Suspiro.
Yo estoy suspirando con nostalgia, recordando los viejos tiempos cuando los malos eran malos y los buenos eran buenos, cuando la manzana de Newton seguía su irresistible carrera árbol abajo hacia alguna mano infantil, cuando el mundo olía a salón de escuela el primer día de clases: a miedo, a misterio, a nuevo. En eso estoy, suspirando con verdadero énfasis cuando el Beto entra, sin trámite alguno, y pregunta si hay vejigas y, sin esperar mi respuesta, empieza a buscar por entre mapas, órdenes operativas, partes de guerra, cenizas de tabaco para pipa, lágrimas secas, florecitas rojas dibujadas con plumín, cartucheras y un pasamontañas apestoso. En algún lado el Beto encuentra una bolsa de vejiga y una foto de una playmate bastante vieja (la foto, no la playmate). El Beto duda entre la bolsa de globos y la foto y decide lo que todos los niños deciden en estos casos: se lleva las dos. Yo siempre he dicho que esto no es una comandancia sino un jardín de niños. Le dije ayer al Moi que pusiera alrededor algunas minas antipersonales. «¿Tú crees que vienen hasta acá los soldados?», me pregunta preocupado. Yo respondo con un temblor recorriéndome el cuerpo: «Los soldados no sé, pero qué tal los niños». Moi asiente comprensivo y me empieza a platicar un diseño bastante complicado de una trampa cazabobos, que consiste en un agujero simulado y con estacas afiladas y con veneno en el fondo. La idea me gusta, pero si algo no tienen estos niños es ser bobos, así que mejor le recomiendo que electrifiquemos con alto voltaje y coloque sendas ametralladoras «tres bocas» en la entrada. Moi duda de nuevo y dice que tiene una idea mejor y se va dejándome con la duda…
¿En qué estaba yo? ¡Ah sí! En los dulces que eran para la Eva pero que se los llevó el Heriberto. Yo estoy hablando por radio para que busquen por todos los campamentos alguna bolsa de dulces para que me los manden y reponer el regalo para la Eva, cuando se aparece la susodicha con una ollita de tamales que «manda mi mamá porque hoy es mi cumpleaños», dice la Eva mirándome con unos ojos que cuando tenga diez años más van a provocar más de una guerra.
Yo agradezco con grandes reverencias y le digo, ¿qué otra cosa podía hacer?, que le tengo un regalo. «Ontá pues», dice-pide-exige la Eva y yo empiezo a sudar porque no hay nada más temible que una mirada de rencor moreno y la mirada de la Eva se está transformando, ante mi titubeo, como en esa otra película de El Santo contra el Hombre Lobo y en eso, para acabarla de amolar, llega el Heriberto a ver «si el Sup ya no está bravo» con él. Yo empiezo a sonreír para darme tiempo a calcular si alcanzo a darle una patada al Heriberto cuando la Eva se da cuenta de que el Heriberto trae una bolsa de dulces bastante disminuida y le pregunta quién le dio los dulces y el Heriberto le dice, con la voz pegajosa de chicloso, el «Chup», yo no me doy cuenta que el Heriberto quiso decir «el Sup» hasta que la Eva se voltea y me recuerda: «¿Y mi regalo pues?». El Heriberto pela los ojos cuando oye «regalo» y bota la bolsa de dulces que, por cierto, ya estaba vacía y se acerca junto a la Eva y dice con un cinismo empalagoso: «Sí, ¿y nuestro regalo, pues?» «¿Nuestro?», le digo mientras vuelvo a calcular la patada pero en eso veo que por ahí ronda la Ana María y desisto de mi intento. Entonces digo: «Lo tengo escondido». «¿’Onde?», pregunta la Eva que se quiere ahorrar todo el misterio. El Heriberto, en cambio, lo ha tomado como un reto y ya está abriendo mi mochila y aventando a un lado la cobija, el altímetro, la brújula, el tabaco, una caja de balas, un calcetín, y en ese momento lo detengo con un convincente grito de «¡ahí no está!» El Heriberto entonces se va sobre la mochila del Moi y ya la está abriendo cuando agrego: «Tienen que adivinar un cuento para saber dónde está el regalo». El Heriberto ya se había desanimado de por sí porque las correas de la mochila del mayor están muy apretadas y viene y se sienta a mi lado y la Eva también. El Beto y La Toñita se acercan, y yo enciendo la pipa para darme tiempo a medir el tamaño del problema en el que me metí con la adivinanza, cuando se acerca el viejo Antonio y, haciendo un gesto para señalar un pequeño Zapata de plata enviado por sandalia, repite, ahora por mi boca, la…
La historia de las preguntas
Aprieta el frío en esta sierra. Ana María y Mario me acompañan en esta exploración, 10 años antes del amanecer de enero. Los dos apenas se han incorporado a la guerrilla y a mí, entonces teniente de infantería, me toca enseñarles lo que otros me enseñaron a mí: a vivir en la montaña. Ayer topé al viejo Antonio por vez primera. Mentimos ambos. Él diciendo que andaba para ver su milpa, yo diciendo que andaba de cacería. Los dos sabíamos que mentíamos y sabíamos que lo sabíamos. Dejé a Ana María siguiendo el rumbo de la exploración y yo me volví a acercar al río para ver si, con el clisímetro, podía ubicar en el mapa un cerro muy alto que tenía al frente, y por si topaba de nuevo al viejo Antonio. Él ha de haber pensado lo mismo porque se apareció por el lugar del encuentro anterior.
Como ayer, el viejo Antonio se sienta en el suelo, se recarga en un huapac de verde musgo, y empieza a forjar un cigarro. Yo me siento frente a él y enciendo la pipa. El viejo Antonio inicia:
-No andas de cacería.
Yo respondo: «Y usted no anda para su milpa». Algo me hace hablarle de usted, con respeto, a este hombre de edad indefinida y rostro curtido como la piel del cedro, a quien veo por segunda vez en mi vida.
El viejo Antonio sonríe y agrega: «He oído de ustedes. En las cañadas dicen que son bandidos. En mi pueblo están inquietos porque pueden andar por esos rumbos».
«Y usted, ¿cree que somos bandidos?», pregunto. El viejo Antonio suelta una gran voluta de humo, tose y niega con la cabeza. Yo me animo y le hago otra pregunta: «¿Y quién cree usted que somos?».
«Prefiero que tú me lo digas», responde el viejo Antonio y se me queda viendo a los ojos.
«Es una historia muy larga», digo y empiezo a contar de cuando Zapata y Villa y la revolución y la tierra y la injusticia y el hambre y la ignorancia y la enfermedad y la represión y todo. Y termino con un «y entonces nosotros somos el Ejército Zapatista de Liberación Nacional». Espero alguna señal en el rostro del viejo Antonio que no ha dejado de mirarme durante mi plática.
«Cuéntame más de ese Zapata», dice después de humo y tos.
Yo empiezo con Anenecuilco, me sigo con el Plan de Ayala, la campaña militar, la organización de los pueblos, la traición de Chinameca. El viejo Antonio sigue mirándome mientras termino el relato.
«No así fue», me dice. Yo hago un gesto de sorpresa y sólo alcanzo a balbucear: «¿No?».»No», insiste el viejo Antonio: «Yo te voy a contar la verdadera historia del tal Zapata».
Sacando tabaco y «doblador», el viejo Antonio inicia su historia que une y confunde tiempos viejos y nuevos, tal y como se confunden y unen el humo de mi pipa y de su cigarro.
«Hace muchas historias, cuando los dioses más primeros, los que hicieron el mundo, estaban todavía dando vueltas por la noche, se hablan dos dioses que eran el Ik’al y el Votán. Dos eran de uno sólo. Volteándose el uno se mostraba el otro, volteándose el otro se mostraba el uno. Eran contrarios. El uno luz era como mañana de mayo en el río. El otro era oscuro, como noche de frío y cueva. Eran lo mismo. Eran uno los dos, porque el uno hacía al otro. Pero no se caminaban, quedando se estaban siempre estos dos dioses que uno eran sin moverse. «¿Qué hacemos pues?», preguntaron los dos. «Está triste la vida así como estamos de por sí», tristeaban los dos que uno eran en su estarse. «No pasa la noche», dijo el Ik’al. «No pasa el día» dijo el Votán. «Caminemos», dijo el uno que dos era. «¿Cómo?», preguntó el otro. «¿Para dónde?», preguntó el uno. Y vieron que así se movieron tantito, primero para preguntar cómo, y luego para preguntar dónde. Contento se puso el uno que dos era cuando vio que tantito se movían. Quisieron los dos al mismo tiempo moverse y no se pudieron. «¿Cómo hacemos pues?» Y se asomaba primero el uno y luego el otro y se movieron otro tantito y se dieron cuenta que si uno primero y otro después entonces sí se movían y sacaron acuerdo que para moverse primero se mueve el uno y luego se mueve el otro y empezaron a moverse y nadie se acuerda quién primero se movió para empezar a moverse porque muy contentos estaban que ya se movían y «¿qué importa quién primero si ya nos movemos?», decían los dos dioses que el mismo eran y se reían y el primer acuerdo que sacaron fue hacer baile y se bailaron, un pasito el uno, un pasito el otro, y tardaron en el baile porque contentos estaban de que se habían encontrado. Ya luego se cansaron de tanto baile y vieron qué otra cosa pueden hacer y lo vieron que la primera pregunta de «¿cómo moverse?» trajo la respuesta de «juntos pero separados de acuerdo», y esa pregunta no mucho les importó porque cuando dieron cuenta ya estaban moviéndose y entonces se vino la otra pregunta cuando se vieron que había dos caminos: el uno estaba muy cortito y ahí nomás llegaba y claro se veía que ahí nomás cerquita se terminaba el camino ese y tanto era el gusto de caminar que tenían en sus pies que dijeron rápido que el camino que era cortito no muy lo querían caminar y sacaron acuerdo de caminarse el camino largo y ya se iban a empezar a caminarse, cuando la respuesta de escoger el camino largo les trajo otra pregunta de «¿a dónde lleva este camino?»; tardaron pensando la respuesta y los dos que eran uno de pronto llegó en su cabeza de que sólo si lo caminaban el camino largo iba a saber a dónde lleva porque así como estaban nunca iban a saber para dónde lleva el camino largo. Y entonces se dijeron el uno que dos era: «Pues vamos a caminarlo, pues» y lo empezaron a caminar, primero el uno y luego el otro. Y ahí nomás se dieron cuenta de que tomaba mucho tiempo caminar el camino largo y entonces se vino la otra pregunta de «¿cómo vamos a hacer para caminar mucho tiempo?» y quedaron pensando un buen rato y entonces el Ik’al clarito dijo que él no sabía caminar de día y el Votán dijo que él de noche miedo tenía de caminarse y quedaron llorando un buen rato y ya luego que acabó la chilladera que se tenían se pusieron de acuerdo y lo vieron que el Ik’al bien que se podía caminar de noche y que el Votán bien que se podía caminar de día y que el Ik’al lo caminara al Votán en la noche y así sacaron la respuesta para caminarse todo el tiempo. Desde entonces los dioses caminan con preguntas y no paran nunca, nunca se llegan y se van nunca. Y entonces así aprendieron los hombres y mujeres verdaderos que las preguntas sirven para caminar, no para quedarse parados así nomás. Y, desde entonces, los hombres y mujeres verdaderos para caminar preguntan, para llegar se despiden y para irse saludan. Nunca se están quietos.
Yo me quedo mordisqueando la ya corta boquilla de la pipa esperando a que el viejo Antonio continúe pero él parece no tener ya la intención de hacerlo. Con el temor de romper algo muy serio pregunto: «¿Y Zapata?»
El viejo Antonio se sonríe: «Ya aprendiste que para saber y para caminar hay que preguntar». Tose y enciende otro cigarro que no supe a qué hora lo forjó y, por entre el humo que sale de sus labios, caen las palabras como semillas en el suelo:
«El tal Zapata se apareció acá en las montañas. No se nació, dicen. Se apareció así nomás. Dicen que es el Ik’al y el Votán que hasta acá vinieron a parar en su largo camino y que, para no espantar a las gentes buenas, se hicieron uno sólo. Porque ya de mucho andar juntos, el Ik’al y el Votán aprendieron que era lo mismo y que podían hacerse uno sólo en el día y en la noche y cuando se llegaron hasta acá se hicieron uno y se pusieron de nombre Zapata y dijo el Zapata que hasta aquí había llegado y acá iba a encontrar la respuesta de a dónde lleva el largo camino y dijo que en veces sería luz y en veces oscuridad, pero que era el mismo, el Votán Zapata y el Ik’al Zapata, el Zapata blanco y el Zapata negro, y que eran los dos el mismo camino para los hombres y mujeres verdaderos».
El viejo Antonio saca de su morraleta una bolsita de nylon. Adentro viene una foto muy vieja, de 1910, de Emiliano Zapata. Tiene Zapata la mano izquierda empuñando el sable a la altura de la cintura. Tiene en la derecha una carabina sostenida, dos carrilleras de balas le cruzan el pecho, una banda de dos tonos, blanco y negro, le cruza de izquierda a derecha. Tiene los pies como quien está quedando quieto o caminando y en la mirada algo así como «aquí estoy» o «ahí les voy». Hay dos escaleras. En la una, que sale de la oscuridad, se ven más zapatistas de rostros morenos, como si salieran del fondo de algo; en la otra escalera, que está iluminada, no hay nadie y no se ve a dónde lleva o de dónde viene. Mentiría si dijera que yo me di cuenta de todos esos detalles. Fue el viejo Antonio el que me llamó la atención sobre ellos. Atrás de la foto se lee:
Gral. Emiliano Zapata, jefe del ejército suriano.
Gen. Emiliano Zapata, commander in chief of the southern army.
Le Général Emiliano Zapata, Chef de l’Armée du Sud.
C. 1910. Photo by: Agustín V. Casasola.
El viejo Antonio me dice: «Yo a esta foto le he hecho muchas preguntas. Así fue como llegué hasta aquí». Tose y arroja la bachita del cigarro. Me da la foto. «Toma», me dice, «para que aprendas a preguntarle… y a caminar».
«Es mejor despedirse al llegar. Así no duele tanto cuando uno se va», me dice el viejo Antonio tendiéndome la mano para decirme que ya se va, es decir, que está viniendo. Desde entonces, el viejo Antonio saluda al llegar con un «adiós» y se despide alzando la mano y alejándose con un «ya vengo».
El viejo Antonio se levanta. También lo hacen el Beto, la Toñita, la Eva y el Heriberto. Yo saco la foto de Zapata de mi mochila y se las muestro.
-¿Va subir o a bajar? -pregunta el Beto.
-¿Va a caminar o se va a quedar parado? -pregunta la Eva.
-¿Está sacando o guardando la espada? -pregunta la Toñita.
-¿Ya acabó de disparar o va a empezar apenas? -pregunta el Heriberto.
Yo no dejo de sorprenderme con todas esas preguntas que arranca esta foto de hace 84 años y que, en 1984, me regalara el viejo Antonio. Yo la miro por última vez antes de decidir regalársela a la Ana María y la foto me arranca una pregunta más: ¿Es nuestro ayer o nuestro mañana?
Ya en ambiente de cuestionamiento y con una coherencia sorprendente para sus cuatro-años-cumplidos-entrada-en-cinco-o-sea-seis, la Eva me suelta: «¿Y mi regalo pues?» La palabra «regalo» provoca idénticas reacciones en el Beto, la Toñita y el Heriberto, es decir que todos se ponen a gritar: «¿Y mi regalo pues?» Me tienen acorralado y a punto de sacrificarme cuando se aparece la Ana María quien, como hace casi un año en San Cristóbal pero en otras circunstancias, me salva la vida. Trae la Ana María una bolsa de dulces grande grande, pero grande de veras. «Aquí está su regalo que les tenía el Sup«, dice la Ana María mientras me mira con cara de «qué-sería-de-ustedes-los-hombres-sin-nosotras-las-mujeres».
Mientras los niños se ponen de acuerdo, es decir se pelean, para repartirse los dulces, Ana María saluda militarmente y me dice:
-Reporto: la tropa lista para salir.
-Bien -digo poniéndome la pistola al cinto. -Saldremos como es ley, de madrugada-. La Ana María sale.
-Espérame -le digo. Le doy la foto de Zapata.
-¿Y esto? -pregunta mirándola.
-Nos va a servir -respondo.
-¿Para qué? -insiste ella.
-Para saber a dónde vamos -respondo mientras reviso mi carabina.
En el aire un avión militar maniobra…
Bueno, no os desesperéis, ya casi termino esta «carta de cartas». Antes debo desalojar a los niños de aquí…
Por último, responderé algunas preguntas que, es seguro, os haréis:
¿Sabemos a lo que vamos? Sí.
¿Sabemos lo que nos espera? Sí.
¿Vale la pena? Sí.
¿Quién que puede contestar «sí» a las tres preguntas anteriores, puede permanecer sin hacer nada y no sentir que algo muy adentro se rompe?
Vale. Salud y una flor para esta tierna furia, creo que se la merece.
Desde las montañas del sureste mexicano
Subcomandante insurgente Marcos
P.D. para escritores, analistas y pueblo en general. Brillantes plumas han encontrado partes valiosas en el movimiento zapatista, sin embargo nos han escatimado nuestra esencia fundamental: la lucha nacional. Para ellos seguimos siendo ciudadanos de aldea, capaces de tener conciencia de nuestra animalidad y lo que a ella se refiere, pero incapaces de, sin ayuda «externa», entender y hacer nuestros conceptos como «nación», «patria», «méxico». Sí, con minúsculas todos, en esta hora gris viene a tono. Para ellos está bien que hayamos luchado por las necesidades materiales, pero luchar por las espirituales es un exceso. Será comprensible que ahora estas plumas se vuelvan en contra de nuestro empecinamiento. Lo sentimos, alguien tiene que ser consecuente, alguien tiene que decir «No», alguien tiene que repetir el «¡Ya basta!», alguien tiene que dejar de lado la prudencia, alguien tiene que poner en más alta estima la dignidad y la vergüenza que la vida, alguien tiene que… Bueno, sólo quería decirle, a estas plumas magníficas, que entenderemos la condena que ahora saldrá de sus manos. Sólo puedo argumentar en nuestra defensa que nada de lo que hicimos fue para agradarles a ustedes, que lo que dijimos e hicimos fue para agradarnos a nosotros mismos, el gusto por luchar, por vivir, por hablar, por caminar… Gentes buenas, de todas las clases sociales, de todas las razas, de todos los géneros, nos ayudaron. Algunos por aliviar el remordimiento de conciencia, otros por estar a la moda, la mayoría por convicción, por la certeza de encontrarse ante algo nuevo y bueno. Porque nosotros somos buenos, por eso avisamos antes lo que vamos a hacer, para que se pongan a buen recaudo, para que se preparen, para que no los tome por sorpresa. Yo sé que eso nos da desventaja, pero al lado de la desventaja tecnológica, bien podemos pasar por alto la desventaja de perder la sorpresa.
A estas gentes buenas yo quería decirles que sigan siendo buenas, que sigan creyendo, que no dejen que el escepticismo los ate a la dulce prisión del conformismo, que sigan buscando, que sigan encontrando algo en qué creer, algo por qué luchar.
Hemos tenido, también, brillantes enemigos. Plumas que no se han conformado con el calificativo despectivo o la palabra fácil, plumas que han buscado argumentos fuertes, firmes, coherentes para atacarnos, descalificarnos, aislarnos. He leído brillantes textos para desprestigiar a los zapatistas y para defender un régimen que tiene que pagar, y caro, para aparentar que alguien lo quiere. Lástima que, al final, terminaron defendiendo una causa pueril y vana, lástima que terminarán hundiéndose junto a ese edificio que se desquebraja…
P.D. que, a caballo y con mariachi, canta al pie de la ventana de una abuela ésa de Pedro Infante que se llama «Dicen que soy mujeriego» y que termina…
Entre mis dulces amores
uno vale mucho más
que me quiere sin rencores
de mi para tararirarán.
Una viejita muy linda
que no creo yo merecer
con su corazón me brinda
el más divino querer.
Frente a una abuela uno siempre es un niño que duele al alejarse… Adiós abuela, ya vengo. Ya acabo, ya empiezo…
[Publicado en La Jornada el 13 de diciembre de 1994]